Gaza: ahora, exterminio por hambre
Medios y organizaciones internacionales han documentado de manera inequívoca los métodos empleados por el régimen israelí para diezmar a la población palestina de Gaza: desde la demolición por bombardeo de edificios habitacionales con sus residentes dentro hasta el asesinato de pacientes en su cama de hospital, la muerte de enfermos privados de medicinas o de energía para el funcionamiento de aparatos de soporte, pasando por los disparos a viandantes en las calles; la opinión pública mundial ha asistido a la destrucción de ambulancias que transportaban heridos y la destrucción indiscriminada de escuelas, iglesias, centros de refugiados y también, desde luego, con una saña devastadora, centros hospitalarios.
Desde principios de octubre del año pasado, cuando empezó la destrucción programada de Gaza y de los gazatíes, hasta el momento, las tropas de Tel Aviv han asesinado de manera violenta a dos de cada 100 habitantes de la franja –unas 40 mil personas–, sin contar con los heridos, ni con los que han enfermado y muerto por falta de medicinas, ni con la incalculable destrucción material causada a una población que ya desde antes de la incursión militar israelí se encontraba en una desesperante pobreza.
Desde hace semanas, gobiernos y organismos internacionales habían venido advirtiendo de que a lo anterior se sumará una hambruna generalizada debido al férreo cerco israelí que impide la entrada de la más esencial ayuda humanitaria a la franja. A pesar de tales advertencias y de los ruegos de múltiples voces en todo el mundo, el sábado pasado se supo de las primeras muertes por inanición y/o desnutrición, varias de las cuales corresponden a niños y a recién nacidos.
Están a la vista, pues, las responsabilidades del gobierno que encabeza Benjamin Netanyahu, por lo que constituye un conjunto innegable y evidente de crímenes de lesa humanidad, perpetrados con una frialdad sólo equiparable a la de la tiranía del Khmer Rojo en la antigua Kampuchea o la de la maquinaria de destrucción humana edificada por el Tercer Reich en Alemania. No hay en la demolición de Gaza descontrol, ausencia de autoridad o desbordamiento de odios interétnicos y sociales, como pudo haberlos en Ruanda o en Bosnia; el que perpetra el genocidio de los palestinos es un gobierno constituido, respaldado por un orden institucional y formalmente democrático.
Desde luego, la responsabilidad es compartida por los gobernantes de Estados Unidos y de la Unión Europea, los cuales se definen a sí mismos como garantes de las libertades, los derechos humanos y la civilización. Porque, independientemente de las multitudinarias expresiones de repudio al exterminio que tienen lugar en gran parte del planeta y de las condenas formuladas por dignatarios y altos funcionarios de las Naciones Unidas, Washington y sus aliados occidentales son los únicos que pueden detener la vergonzosa barbarie que se abate sobre la población gazatí: si Washington y Bruselas deben emprender de inmediato sanciones económicas decisivas para obligar a Tel Aviv a detener la carnicería que está perpetrando, permitir el paso de ayuda humanitaria suficiente a la franja y aceptar la conformación de un Estado independiente y soberano en las tierras que la legalidad internacional reconoce como palestinas, es decir, la propia Gaza, Cisjordania y la parte oriental de Jerusalén.
Resulta grotesco el contraste entre el bloqueo económico que la Casa Blanca mantiene contra Cuba desde hace seis décadas, sin más fundamento que la promoción de la democracia o de una perversa caracterización de la isla como gobierno terrorista y, por otra parte, el empecinamiento de la presidencia estadunidense en financiar el genocidio del pueblo palestino mediante una asistencia militar multimillonaria a Israel.
Las devastadas poblaciones gazatíes son una evidencia del naufragio civilizatorio de Occidente. La inhumanidad que surgió a la luz en los campos de concentración alemanes al término de la Segunda Guerra Mundial, en los osarios que dejó a su paso la dictadura kampucheana o en las ruinas de Bosnia hace unas décadas, ha vuelto a hacerse presente y tiene responsables.
La Jornada